Desperté, siempre más tarde de lo que me propongo. Voy a la cocina y en la mesada visualizo las ciruelas cosechadas ayer a la tarde de la planta de casa. Automáticamente, mi mente se disparó a mi infancia: sería el 76, el 80… no sé, Andrea más tarde me dirá el año exacto.
Para ponerlos en contexto, yo tendría entre 6 y 10 años, ¿o tendría 14? Jajaja, soy un desastre para las fechas…
Soy hija de dos soñadores; ahora me doy cuenta de que eran unos multitalento. Mamá es… ¡corrijamos el verbo!
Mi papá, chacarero, camionero y con distintos proyectos en su mente, un emprendedor nato. Algunos fracasos comerciales en su haber, como la chanchería, y otros que no vieron la luz, como la fábrica de ladrillos o la parrilla en la ruta, a medias con el tío Juan. Y otros sueños que no conozco, pero que seguro tenía.
Y mi mamá, la hija de Quica, ama de casa, modista, comerciante y, desde hace ya varios años, poeta.
La alimentación por esas épocas en mi familia consistía en verduras de la quinta —ahora decimos “la huerta”—, carnes variadas, pescado los viernes que llegaba el vendedor a la esquina de la Iglesia, chacinados provenientes de las carneadas del invierno, y las frutas eran las que estaban en las plantas de los nonos o en la chacra del tío Juan. También variaba la alimentación, dependiendo de qué tan bien había sido la cosecha de papi ese año.
Mi universo, en cuestión de frutas, estaba limitado a naranjas (re agrias) que el nono ponía sobre la estufa a leña para que se maduraran y adquirieran algo de dulzor; mandarinas, duraznos, ciruelas rojas y amarillas, limones, uvas chinches —que tampoco me gustaban en aquellos momentos—, higos, las manzanas preciosas y gigantes que trajo el tío Code una vez de Neuquén, en algún verano, y algunas sandías (no como las de Pedernales, pero ese es otro cuento) y melones que papá solía sembrar a las orillas del cultivo que hiciera ese año. En las fiestas, quizás algunas nueces y castañas.
Hasta que un día, en la vereda de enfrente a casa, se instaló “La Naranja Mecánica”.
Lo que sería hoy una tienda boutique de frutas y verduras.
No recuerdo hasta ese momento hacer mandados a ninguna verdulería, pero cuando la familia Lalli abrió ese mundo de vitaminas, yo me cruzaba siempre. En ese festín de colores descubrí versiones vegetales que solo conocía por la descripción en mi adorada colección amarilla de Robin Hood, porque si algo sí compraba Sara, fuera buena o mala la cosecha, eran libros.
Por ejemplo, algunos de los hallazgos fueron las frutillas, las cerezas, ananá, bananas —que si bien las conocía, nunca se compraban en casa—, pomelos, peras, damascos. También que existían otras especies de tomates, como los perita y los cherry; los camotes —yo solo conocía las batatas—, mucha variedad de lechugas y repollos, berenjenas, choclos blancos y dulces. ¡En casa solo se comían los amarillos que traían de la chacra, jajaja, durísimos! Brócoli, alcaucil, y todos ellos juntos, divinamente exhibidos y disponibles en casi todas las estaciones del año.
Todo eso estaba comandado por Víctor y Élida, dos seres increíblemente amables, cálidos, y los recuerdo muy divertidos, sonrientes, espléndidos. Además, venían de otra ciudad: todo era para mí sofisticado en ellos, diferente.
Y estaba ella, la que seguramente corregirá o no la fecha de arribo a Madariaga: la increíble niña Andrea Silvana, con la cual compartíamos juegos y charlas. Y además tenía una virtud que provocaba admiración en mí: unos espectaculares patines con botita de cuero blanco, los profesionales, y los hacía bailar. Otro impacto para mí, otro nuevo universo en el cual decidí ingresar, por lo cual comencé mi campaña pro-patines.
Resultó un éxito la insistencia día tras día. Seguramente mami también hizo lobby y quizás mis hermanas; no lo sé con certeza. Solo sé que un 6 de enero los Reyes Magos —Papá Noel ni existía por estos lares— hicieron aparecer los objetos más preciados y usados de mi niñez: unos resplandecientes Lescesse ajustables, con rueditas naranjas, que traían una llavecita para regular el largo a medida que crecías… pero bueno, esa también es otra historia.
Los Lalli hicieron muy buenas migas con Bichito y Sara. En el intercambio de pollos, bolsas de papa, zapallos y frutas, charlas, jamones y chorizos y brindis de tinto o sidra, empezamos a gozar de las mejores ensaladas de frutas que hubiéramos tenido hasta el momento.
Cada fin de diciembre, Víctor cruzaba a mi casa con un exuberante cajón lleno de frutas, además de todas las que me regalaba durante el año.
Recuerdo a Élida en su cocina, feliz por la llegada de su hijo. Me dijo: “Llega mi nene, llega mi nene”.
Mi sorpresa, al ver a los días a un adulto vestido íntegramente de verde militar y rapado, fue asombrosa. Claro, su hijo hacía la colimba, el servicio militar obligatorio. Yo pensaba: ¿qué nene? Jajaja. Ahora me doy cuenta de que para las madres siempre son nenes, como lo es Gaspi o Alejo para mí.
Nunca supe, tampoco pregunté, el porqué del nombre, y la película de Kubrick (1971) la vi muchos años después. Aunque no creo que tenga nada que ver; creo que solo fue un nombre pintoresco.
Cuántos recuerdos han despertado estas ciruelas, o quizás sea la proximidad de la Navidad. En esta época tan de inteligencia artificial, me encanta rememorar estos años tan analógicos y, de paso, contarle a mis hijos algunos episodios de mi niñez y también a ustedes, para que me conozcan un poco más y quizás entiendan por qué, entre tantos videos de zapatos, por ahí aparecen unas fotos de flores de ciruelo.
Que estas fiestas estén llenas de los recuerdos más lindos de sus vidas, con familia, vecinos tan inolvidables como los Lalli, amigos o cualquier ser que toque sus corazones.
A mí solo me resta agradecer a los que estuvieron y siguen estando, a la abundancia compartida, a la generosidad y un poco a mi memoria, ya que, a pesar de no tener ninguna foto de esos tiempos, los recuerdo a todos y a cada uno.
Siempre en mí.
Les mando un Abrazo grande, Soy Silvia Lambertucci
Mamá, Diseñadora y Emprendedora en Quica
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